Si alguna vez han oído decir a cualquier político de cualquier partido que el acuerdo conseguido «hace indicar que todo va a salir bien» —en una barroquización innecesaria del verbo «indicar», que hasta ahora no necesitaba auxiliares—, o bien han leído, por ejemplo en la traducción de una novela negra americana de gran éxito, que un hombre al que se cree autor de un crimen piensa «Tenía que descomprimirme, ella no podía verme tan nervioso», u oyen a una locutora de la sección de Deportes de unas noticias de ámbito nacional decir que un ciclista determinado «se conoce la etapa como anillo al dedo» es que han vivido su Primer Encuentro con el idioma neoespañol, el primer contacto entre dos culturas, como sucedió con la de los nativos americanos y la de los españoles cuando éstos pusieron un pie en su tierra.
Pero ¿qué es eso de «neoespañol»?, se preguntarán.
Pues para contestar sucinta y rápidamente: un idioma que proviene del español o castellano, se le parece más o menos, y lo está sustituyendo a marchas forzadas.
Bueno, ¿y qué?, se puede objetar. También el latín y el griego clásico desaparecieron y dieron lugar a otras lenguas aún vigentes en la actualidad.
Eso es verdad, pero la diferencia entre ambos casos radica en una variable determinante: la velocidad a la que sucedió una cosa y a la que está sucediendo la otra.
El español no está perdiendo una conjugación aquí mientras le brota un vocablo allá, no está muriendo lenta y estéticamente, sino que lo hace de un infarto masivo y fulminante, dejando en su lugar un mejunje en ocasiones comprensible mediante el mecanismo de traducción interna que posee todo ser humano, pero las más de las veces desconcertante.
Pero esto no es grave, se podrá objetar si se insiste en el optimismo. Lo que cuenta es entenderse, ¿no? ¿Qué más da si lo hacemos con palabras, con silbos, como los pastores canarios, en morse o bien con telepatía?
Así es, qué más da mientras todos compartamos el mismo código y comprendamos el mensaje. Qué importancia tiene incluso aunque acabemos, como parece que acabaremos, comunicándonos con gestos, sonidos inarticulados o tal vez con gruñidos.
Lo de verdad preocupante no es hacia adónde vamos, sino que no vamos juntos.
Porque el neoespañol viaja rápido, y lo hace a un ritmo que lo es todo menos común. Y mientras ahora mismo ya hay muchísima gente que lo domina a la perfección, otros no comprenden, o comprendemos, casi nada de lo que aquéllos dicen o nos dicen.
Y si creen que exagero, vean unos pocos ejemplos, leídos u oídos en un margen de tiempo de sólo media hora.
Primero les pondré uno fácil que sin duda habrán oído mil veces, quizá hasta creyendo que es español de lo más puro.
Va a actuar en España un veterano grupo de rock que lleva años sin venir y en las noticias, en este caso en la prensa escrita, se dice que sus seguidores han perdido «literalmente la cabeza» con la noticia.
Pero «literalmente» quiere decir conforme a la letra, en sentido textual, por lo que esos seguidores sólo podrían perder la cabeza de ese modo si los decapitaran.
Sin embargo, en neoespañol el adverbio «literalmente» se usa al parecer para enfatizar mucho algo. Como por ejemplo en el caso anterior o en estos otros relacionados:
«Después del maratón, todos los participantes acabaron literalmente muertos».
Por desgracia, en algunas ocasiones es así, pero por suerte no es lo normal, ni mucho menos les pasa a todos los participantes.
O:
«Literalmente me rompiste el corazón».
El corazón es muy dúctil y se le pueden hacer muchas cosas en sentido figurado, e incluso literal, pero seguro seguro seguro que no se puede «romper».
¿Quieren saber cómo se diría «literalmente» en español?
No se diría. Al menos no en estos casos.
Ya es poner gran énfasis decir que los seguidores de un grupo pierden la cabeza por ver a ese grupo, o que los que acaban un maratón están muertos (de cansancio, claro), o que alguien le rompe a uno el corazón.
Y otros dos ejemplos, oídos al cabo de nada de leer lo del grupo de rock, en unas noticias de cadena pública, a la que, por estar pagada por todos, quizá se le podría pedir que se esmerase un poco y no contribuyese con su dejadez a hacernos más ignorantes. El primero:
«El líder de la oposición le ha tirado a la cara al presidente del gobierno el mensaje que dejó ayer en el Congreso».
En este caso hay una confusión entre «echar» y «tirar», dos verbos que, aunque a veces sean sinónimos, aquí no lo son.
Porque no es lo mismo «echarle a alguien algo en cara», que significa afeárselo o usarlo contra él, que «tirárselo a la cara», que supone una acción física de la que podría resultar algún lesionado.
Hay que decir que una de las características, y casi me atrevería a decir requisito primordial, del neoespañol es intercambiar o trastocar los verbos. Utilizar siempre el que nunca se usaría en español es básico para que pueda considerarse neoespañol.
Y el segundo ejemplo, que a estas alturas seguramente todo el mundo habrá oído o leído con múltiples variaciones:
«El partido de los Pascuales acabó sin goles, con poca consistencia de juego. El delantero chutó una sola vez sin suerte con su pierna derecha y toda la defensa hizo aguas delante de su portería».
Dejando aparte el ya habitual abuso del innecesario posesivo («su pierna derecha»), dado que nadie puede hacer nada con su cuerpo si no es a través de algún miembro que le pertenece —no puede chutar con la pierna del compañero, pongamos por caso—, llama, y mucho, la atención eso de «hacer aguas» en público y colectivamente.
Porque se dice que un barco «hace agua», es decir, zozobra y se va a pique cuando el agua entra en el interior de su casco por la vía que sea. En sentido figurado, se podría aplicar a algo que asimismo se hunde o falla, como puede ser una relación de pareja o, en este caso de las noticias, el trabajo de los defensores de un equipo ante su portería.
Pero «hacer aguas», en plural, significa en cambio «orinar», «hacer pipí».
Pero aparte de la velocidad a la que se transforma y enriquece, el neoespañol posee además otro elemento que lo define: es universal, es decir, no es exclusivo de una clase social, una profesión o un territorio.
Uno no es más sabio en la materia porque tenga un estatus u otro, haya estudiado más o menos o hable un español de León o de Barcelona. Al contrario, prospera entre todos por igual, si acaso se podría decir que más cuanto más formado se está. La prueba es que los principales difusores son periodistas, presentadores, políticos, traductores, guionistas, escritores, jueces, profesores y en general gente con estudios superiores.
El neoespañol hace tabla rasa y, gracias a él, todos podemos olvidarnos de cuanto hemos aprendido en materia de lengua y partir de cero.
Ya no hay sabios ni ignorantes.
Desde el punto de vista del español se podría decir que pronto todos seremos ignorantes, pero para el nuevo idioma, lo que hasta ahora se consideraba ignorancia es en realidad haber dado un gran paso liberador, quitarse el corsé y romper las limitaciones de la antigua lengua, alcanzando cotas antes nunca vistas. Como que el pensamiento vaya por un lado y el lenguaje por otro, o que no haya siquiera pensamiento que sustente las palabras. Que éstas expresen sin cortapisas lo que quieran, no necesariamente el concepto que definían con anterioridad, que, como se ha dicho, los verbos sean intercambiables incluso por sus opuestos, que las conjugaciones pasen a la historia, que podamos inventar nuestro propio vocabulario…
En fin, como ven, un amplio abanico de posibilidades.
Así pues, dadas las muchas ventajas que supone, y lo inconveniente que sería que por no dominarlo todos por igual llegase un día en que, por ejemplo, no pudiéramos comunicarnos con nuestros conciudadanos o entender las noticias o leer periódicos o libros (actuales y no digamos de hace diez años), este blog intentará echar una mano en la homogeneización de su aprendizaje y perfeccionamiento.
Para ello, en la medida de sus posibilidades, irá explicando paso a paso las incorporaciones y nuevos hallazgos del neoespañol y, pese al rápido progreso de éste, procurará ir manteniéndolo siempre al día.
Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.